El diablo conduce un BMW (3)

Me sentí sucia y avergonzada después de lo sucedido con el sacerdote. La dómina que llevo resurge a veces. Y esta vez iba a ser la lesbiana interior, la que se pronunciaría.

El diablo conduce un BMW (3)

La hermosa mujer respiró agitada. El relato cargado de erotismo le había robado el aliento, pero también había cautivado al padre Patrick y a Priscila como jamás se hubiera imaginado.

– Después de eso –prosiguió Ana luego de beber un sorbo de Brandy-. Me sentí avergonzada de lo que había hecho. Me sentía sucia y nuevamente llena de culpa. Pero había logrado dar un paso para alcanzar mis sueños. Había puesto otra mancha en mi conciencia y en mi matrimonio, pero estaba más cerca de la riqueza, alta alcurnia y supremacía que anhelaba.

– Después de esa experiencia –la chica del BMW continuó de pié-, me prometí serle fiel a mi esposo. Sin embargo, pese a mi intención de ser una mujer fiel y conseguir ese empleo honestamente, terminé repitiendo mis errores. Al final, empecé a utilizar mi cuerpo y el sexo como moneda de cambio para conseguir todo lo que yo quería.

– Entonces, ¿Conseguiste el empleo? –preguntó Priscila.

– Por supuesto –dijo sonriente Ana, contoneándose con elegancia frente al cura y su ayudante-. Pude conseguir eso y mucho más.

– ¿Puede prestarme baño, padre? –se interrumpió Ana-. Necesito sólo un momento.

– Claro, hija –respondió el cura, parándose del asiento y llevándola a su dormitorio. Ahí había un pequeño baño.

Ana lo siguió a la habitación, observando la pequeña recámara donde dormía el cura. Con la sencilla cama ocupando la mayor parte del espacio.

– Cuando vuelvas continuaremos tu confesión – expuso el padre con una sonrisa comprensiva.

– Claro, padre –contestó la chica del BMW con una encantadora sonrisa.

Entonces, el padre tuvo que echarse para atrás para que pasara la muchacha, pero ella no lo esquivó. Lejos de eso, apoyó su femenino tronco contra el pecho del cura. De pronto, el cincuentón pudo sentir la turgencia de los grandes y firmes senos de Ana. La curvatura de su cadera contra su cuerpo se apegó a la zona de la pelvis. La abogada lo miró a los ojos y el cura sintió su aliento en su rostro. El rostro femenino y hermoso estaba muy cerca, con los ojos turquesas mirándolo y los labios carnosos invitándolo a probar del fruto prohibido.

– ¿Usted cuidará la puerta, padre? ¿Por favor? –pidió Ana, girándose para mostrarle el otro perfil de su hermoso rostro, acomodando el carnoso y firme trasero contra la entrepierna del cura.

– Por supuesto. Lo haré –consiguió decir el cura.

– Gracias –le dijo Ana, cerrándole un ojo antes de encerrarse en el baño.

– ¿Qué pasa, padre? –preguntó Priscila, entrando por la puerta.

– Nada, muchacha –se excusó el cura, acalorado. Luego mintió-. Faltaba papel higiénico.

En el baño, la sensual abogada supo de inmediato que en aquel lugar sucedía algo extraño. Aquel último lance con el cura se lo había revelado. Aquellos dos querían reírse de ella, pero no sabían con el diablo que se metían. Aquello era una provocación para la soberbia y altiva mujer. Ana vio en el espejo despertar al demonio que vivía en su interior. Lejos de sentir miedo de sus actos, La abogada dejó que aquel ser tomara fuerza y forma en su interior. Sacó de su cartera cocaína y tres dosis de éxtasis. La droga, así como su vida licenciosa, habían llegado con el nuevo empleo y el dinero.

La cocaína la consumió de inmediato, aquello le quitaría el cansancio y la borrachera. El éxtasis lo escondió en su calzón de encaje blanco. Terminó de maquillarse, arregló su vestimenta. Ana volvió a la habitación, el padre y Priscila parecían conversar en voz baja. Ambos se separaron y regresaron a sus asientos. Cuando los vio, sintió una oscura y cálida sensación crecer en su interior. Una sensación que la hacía sentir segura.

– Entonces –retomó las conversaciones el cincuentón párroco-, que pasó después de eso. Obtuviste el puesto.

– Así es, lo obtuve –contestó Ana, bebiendo el etílico café-. Pero había ocupado mi cuerpo para obtenerlo. Aquello iba en contra de todo lo que me habían enseñado, pero había sido necesario y conveniente. Me di cuenta del poder de mi belleza y me hice amante de Jorge, mi jefe.

– ¿Cómo pasó? –preguntó el padre.

– ¿Cómo pasó? –repitió la pregunta la chica del BMW-. No sé, padre. Sólo pasó. Una noche me vi con él, dejando que me follara a cambio que facilitara mi vida en la oficina. Así de simple. Mi cuerpo empezó a ser mi moneda de cambio.

Ni Priscila ni el padre mostraron querer preguntar algo. Ana decidió continuar.

– Con mi jefe aprendí a hacer bien una mamada, a mentirle a mi esposo y a follar en los baños de las discotecas –reveló la hermosa veinteañera, algo descarada-. Pero no fue el único amante que tuve ni todo el conocimiento que conseguí, después vinieron otros. Compañeros de trabajo, amigos, desconocidos y otros que se suman a la larga lista de mis “pretendientes”. Todos ellos eran diferentes, tenían diferentes penes o perversiones. Es una lista que no quiero detallar.

– Pero ¿Cómo fue la primera vez con tu jefe? –insistió el cura.

– Vamos, cura –dijo molesta Ana-. Quiere que empiece a contar cada historia que tengo. Son muchas. He sido infiel con numerosos hombres. Imagínese el resto.

– Muy bien –dijo el cura, algo molesto-. Entonces, cuéntame algo. ¿Has estado con mujeres?

Ana quedó en silencio, mirando al cura con suspicacia. Pero, luego esbozó una sonrisa de suficiencia.

– Sí, padre –reveló Ana-. He tenido sexo con mujeres.

– Entonces, ¿Quiere la señora Ana hablar de eso? –preguntó el cura, algo irónico.

– Ok. Pero será la última historia –dijo Ana, no dejándose intimidar por el alto y fornido sacerdote-. Estoy harta de tanta confesión.

– Está bien –el cura se dio por vencido con aquella sensual pecadora. Pero sé muy detallada, por favor. En base a esta confesión haremos la expiación de tus pecados.

– Lo haré. No se preocupe, padre –dijo desafiante la desvergonzada abogada.

Una expresión extraña asomó entonces en su hermoso rostro. Una expresión traviesa.

– Sabe, padre –la voz de Ana era más profunda y produjo cierto escalofrío en el cura-. Deberíamos ir a otro lugar para darle realismo a esta última historia ¿No le parecer?

– Por supuesto… si es necesario –dijo algo inseguro el padre Patrick.

– Entonces, ¿Vamos a su habitación? –preguntó Ana.

Ana improvisaba. Sin esperar, se paró y caminó hasta la puerta del dormitorio del padre Patrick y la abrió.

– No estoy segura que sea una buena idea, padre –La rubia parroquiana quiso rechazar la sugerencia de la abogada, sin embargo, se quedó en silencio al notar la actitud del párroco.

– Está bien – accedió el cura-. Lo haremos como la Señora Ana quiera.

– Muy bien –dijo la abogada, satisfecha-. Le prometo que no se arrepentirá.

Ana se sentó en la cama. Esperó que el padre y Priscila se sentaran, en una silla y en la cama, respectivamente. Entonces, la chica del BMW se levantó de improviso anunciando que iba por una copa. Sirvió tres copas de brandy y en ellas puso el éxtasis escondido en su calzón. Al regresar, con las copas en la mano, su sonrisa encarnaba la inocencia.

– Iba a contar la primera vez que tuve sexo con una mujer ¿no? –retomó la confesión Ana, acomodándose en la cama de tal forma que mostraba mucho de sus largas y femeninas piernas.

– Así es –corroboró el cura.

– Ok – continuó Ana-. Estaba gozando la vida y del sexo a espalda de mi amado marido. Pero ni se me pasaba por la mente tener sexo con otra mujer. Estando algo borracha había hecho alguna travesura inocente con Carolina, mi mejor amiga de la oficina. Pero era cosa de chicas borrachas, bailar y fingir ser lesbianas en la discoteca para calentar a nuestros compañeros de trabajo. Pero nunca pasó de aquellas pequeñas travesuras.

– Sin embargo –continuó la trigueña e infiel mujer-, tomando una copa, luego de una charla en un exclusivo hotel, conocí a una mujer. Era una abogada exitosa dentro del sistema judicial de nuestro país. Su nombre era Cecilia.

– Era una mujer afable y educada -empezó a describirla Ana-. Casada, con dos hijos y una agenda apretada. Físicamente, es una mujer alta, muy delgada, cabellera castaña oscura, de nariz grande y poco alineada, pero que imprime carácter a su personalidad. Sin contar ese defecto, es una mujer de unos cincuenta años muy bien llevados.

– Como entenderán –la sensual chica del BMW continuó muy relajada sentada sobre la cama-, me sentí halagada que una persona tan importante como ella se fijara en mí. Luego de un rato, me dijo que la acompañarla a su habitación por una última copa. Estaba por algún motivo que desconocía alojada en el hotel. Por supuesto, la acompañé a su lujosa habitación. Ahí, bebimos alcohol y fumamos marihuana. Todo aquello me hizo sentir relajada. Conversábamos risueñas en un sillón de dos cuerpos, con nuestros cuerpos muy cercanos.

Ana se acercó un poco a Priscila, en la cama.

– No recuerdo cómo, pero en algún momento ella acarició mi cabello. Ella decía que era muy suave. Nuestras miradas se encontraron mientras ella acariciaba con delicadeza un mechón. Así… –Ana dijo esto atrayendo a Priscila hacia ella.

Pese a una pequeña resistencia de la rubia parroquiana, Ana notó que el éxtasis hacía su efecto. Entonces, pudo mostrarle al padre Patrick como Cecilia jugueteó con los mechones de su cabello y acariciaba su rostro esa noche. Priscila estaba tan inmersa en el relato que parecía hipnotizada por la cautivadora voz y belleza de la pecadora e infiel abogada.

– Sin darme cuenta, –continuó Ana, acariciando el rostro de Priscila – me sentía en las nubes. Estaba tan relajada y tan a gusto que no vi venir el beso que Cecilia me robó.

Ana en ese momento dejó de acariciar el rostro de Priscila y sin mediar palabra besó suavemente a Priscila. Priscila, a pesar de la sorpresa, no retiró su rostro. Por algún motivo no sentía deseos de rechazar a Ana. Fue un beso delicado y breve. Las miradas de las mujeres se encontraron, Ana con una sonrisa cómplice y Priscila con los ojos grandes pletóricos de sorpresa y duda.

-Disculpa, no pude aguantarme. Tienes unos labios muy bonitos. ¿Te incomodó mi beso?, me preguntó Cecilia –continuó Ana, observando la reacción de sus acompañantes-. Yo quedé en silencio. No esperaba aquel beso dulce y atrevido ¿Qué le decía a una mujer como ella? No la podía rechazar. No sabía qué hacer.

Priscila tampoco lo sabía. Empezaba a notar que él relato empezaba a repetirse entre aquellas paredes, pero los roles se habían cambiado o al menos una de las protagonistas era diferente. El padre Patrick, en tanto, sólo se atrevía a mirar en silencio.

– Aprovechando mi indecisión, Cecilia me besó de nuevo –relató la sensual mujer de ojos claros.

Ana besó con ternura a Priscila, que esta vez esperaba el beso, pero no hizo nada para evitarlo. Sólo dejó que Ana fundiera sus carnosos y sensuales labios con los de ella. Fue otra vez un beso dulce que hizo mover su sangre y hacer saltar su corazón en el pecho.

– Fue otro beso que me dejó sin palabras –continuó la confesión la abogada, mirando al padre-. Un beso que antecedió muchos otros.

Priscila, a su lado, era incapaz de apartar la vista de la boca de Ana. Ana volvió a besar a Priscila, el cuerpo de la rubia cayó a la cama, bajo el dominio de la sensual abogada. El padre Patrick, sentado a unos metros de las dos mujeres. Era testigo privilegiado de como los besos se hacían más apasionados. La respiración de la rubia se agitó y en los ojos se notó que perdía la compostura, entregándose a la lascivia. Al cura, viendo aquella erótica escena, le fue imposible aguantar una gran erección en su pantalón.

– Cuando Cecilia empezó a desabrochar mi camisa, yo no me resistí –Ana empezó a hacer lo que decía sobre el cuerpo de la sumisa Priscila.

Ana apartó un mechón rubio del rostro de Priscila antes de bajar con sus dedos rozando su cuello hasta alcanzar los botones de la camisa y abrirlos para acariciar uno de los grandes y turgentes senos de la rubia parroquiana.

– Sentí placer cuando Cecilia puso sus manos en mis senos y besó mi cuello –continuó la lujuriosa abogada, renovando las caricias sobre Priscila-. Sin poder evitarlo mi camisa estaba abierta y mis senos empezaron a sentir los labios de un nuevo amante, esta vez una mujer.

– Era besos suaves… eléctricos –le dijo Ana a Priscila-. ¿Sabes cómo se sienten los besos de una mujer en tus senos, sobre tus pezones?

– No lo sé –la voz de la rubia sonó suave, temblorosa.

– ¿Te gustaría saberlo, Priscila? –le preguntó Ana, acariciando por sobre el sujetador celeste el pezón de la muchacha.

Priscila permaneció en silencio. Ana tomó la iniciativa y sumergió su rostro en la parte superior de los grandes senos de la rubia. Priscila cerró los ojos y dejó que la hermosa abogada la transportara a otra parte.

El cura observó como los carnosos labios de Ana eran depositados sobre los soberbios senos de su asistente y no fue capaz de moverse de su asiento, ni siquiera por la incómoda erección en el pantalón.

Ana continuó en los senos de Priscila, chupó la punta de los grandes senos y tomó el pezón en su boca, chupando con deleite. Priscila lanzó un gemido, disfrutando. No se detuvieron ni cuando sus conciencias pidieron que lo hicieran. Todo alrededor giraba alrededor de la sensual boca de Ana y el oscuro pezón de Priscila. Todas las sensaciones y miradas alrededor de ese íntimo contacto, mientras los ojos de Ana y los del padre Patrick no paraban de encontrarse.

– Lo ve –logró decir Ana, con la respiración agitada-. Yo también terminé excitándome con Cecilia. Empecé a tocarla como ello lo hacía, como Priscila toca ahora mis senos.

– Quítame la camisa, Priscila –le pidió Ana a la rubia, que lentamente siguió la orden de la trigueña y sensual mujer-. Yo le saqué la camisa a Cecilia, bese sus pequeños e insignificantes senos como si fueran los senos de una diosa. Ella se levantó y me tomó de la mano. Me condujo al dormitorio. Ahí, nos acomodamos sobre la cama y continuamos besándonos, dándonos placer.

Ana hizo recostar a Priscila en la cama y se acomodó a su lado. Las dos mujeres estaban “liadas” en la cama, entregadas en besos y caricias. Priscila había perdió rápidamente la falda y los besos de Ana bajaron hasta su sexo. El cura se puso de pie, se sentó en la esquina más alejada de la cama y observó fundirse a las hermosas féminas. Las manos de Ana acariciaban los senos de Priscila mientras besaba su sexo sobre un calzón pequeñísimo del mismo color celeste que los ojos de la rubia. La sensual trigueña aún conservaba el sujetador y la corta falda, pero estiraba como estaba en la cama permitía al cura ver claramente el calzón de encaje blanco.

Sin duda, pensó el padre, aquella mujer era una lasciva tentación. Su cuerpo era la fruta prohibida hecha mujer, arrojada por el demonio para tentar a la humanidad.

La abogada hizo girar a la bonita muchacha, para besar su espalda, sus hombros y su cuello antes de regresar con la lengua hasta su cintura y luego besar el voluptuoso trasero de Priscila. El calzón celeste era un pedazo de tela delgada y demasiado sexy, que dejaba al descubierto casi por completo al desnudo los sensuales glúteos.

– Que buena está su chica, padre Patrick –Ana empezó a sacarle el calzón a Priscila y a exponer sus labios vaginales-. Mmmmmmmhhhh… calienta sólo verla y pensar en comerle este dulce coño ¿no es así, padrecito?

El cura no dijo nada, sólo se mantuvo inmóvil mientras Priscila, boca abajo, recibía la boca de Ana en su entrepierna.

– Ahhhhhhhhhhhh –gimió Priscila.

Al párroco irlandés le gustaba estar al mando, sentirse dueño de la situación. Pero no se atrevía a hablar o acercarse. Ana continuaba dando placer a su compañera, que soltaba pequeños murmullos, suspiros y algunos gemidos. Luego de un momento, que al padre Patrick se le hizo eterno, Ana se retiró. La hermosa abogada de ojos verdeazulados y cabello atado en una coleta se incorporó en la cama, jugueteando con los dedos en el húmedo coño de Priscila. Sus ojos no paraban de observar al cura irlandés mientras masturbaba a la sensual parroquiana.

– Yo estaba caliente en manos de Cecilia –Ana regresó a “la confesión”. Sus dedos, lentamente, empezaron a adentrarse en el coño brillante de la rubia-, sus dedos empezaron a tocarme, a penetrar en mi cuerpo. Yo estaba realmente caliente y cuando me ordenó que le lamiera el coño estaba más que dispuesta.

Ana dijo las palabras con depravación, haciendo que un escalofrío recorriera la espalda del cura.

– Mnnnnnnnnnnnn…. Dios mío… -interrumpió con susurrantes palabras la rubia y hermosa parroquiana, con los dedos de Ana entrando y saliendo de ella, mojados por los fluidos vaginales.

– ¿Te gusta, amor? –preguntó Ana, mirando al compungido padre Patrick.

Pero fue Priscila quien respondió.

– Si –la respuesta vino en medio de suspiros. Sus ojos celestes parecían brillantes y llenos de lujuria.

– Ayúdame, Priscila –ordenó la chica del BMW-. Sácame la falda.

La falda corta de Ana fue retirada rápidamente por Priscila. Ana entonces se estiró boca arriba sobre la cama. Su cuerpo era perfecto al parecer, con senos grandes y curvas armoniosas cubiertas aún por la ropa interior de encaje blanco, un conjunto muy sexy. Además, tenía su calzado de tacón alto aún puesto. Arrodillada a su lado, Priscila estaba completamente desnuda. Una muchacha escultural de senos grandes y caderas y glúteos generosos. Su coño estaba depilado de tal forma que sólo una línea de bello rubio adornaba su coño, por sobre éste. Era un cuerpo ligeramente diferente al de Ana, pero igualmente deseable y hermoso.

– Muy bien, mi amor –la felicitó Ana, acariciando a su compañera.

Ana estirada sobre la cama, abrió sus sensuales piernas.

– Ahora –continuó ordenando Ana-, quiero que bajes un poquitito mi calzón y veas que secreto tengo aquí escondido para ti, preciosa.

Priscila hizo lo que se le pedía con sumisión. Se acomodó entre las piernas de la sensual trigueña, bajó el calzón blanco de Ana. La veinteañera e infiel mujer tenía una pelvis completamente depilada. El coño de la escultural abogada parecía el de un bebé y los dedos de Priscila se movían con timidez sobre él. Al ver aquel coño el padre Patrick sintió reaccionar su pene en el pantalón. Fue una erección dolorosa y satisfactoria a la vez.

– Muy bien –susurró Ana, dejándose llevar por primera vez.

El párroco, ahora de pié, era testigo de las primeras caricias de los dedos y la boca de Priscila. La avidez de su feligrés por dar placer a Ana era un espectáculo que lo mantenía sudando, con el rostro colorado y la boca seca. El cuerpo de Priscila iba y venía sobre el cuerpo de Ana, que dejaba que fuera la rubia quien llevara la iniciativa. La dedicación de Priscila sobre el área genital de la sensual e impúdica abogada parecía total.

– Padre Patrick –la voz de Ana sacó al cura de sus ensoñaciones-. Necesito un favor. Se puede acercar.

– Si –la voz le salió en un hilo.

– Necesito que me saque el sujetador, por favor –Ana entreabría y cerraba los ojos por el placer que recibía de la boca de Priscila.

– Yo… -no sabía que responder el cincuentón párroco irlandés.

– Por aquí –la curvilínea abogada expuso un broche en la parte delantera del sensual sujetador blanco. Luego, simplemente cerró los ojos.

Ana parecía vulnerable, pero sólo como una tigresa dormida. El cura no se atrevió a desobedecer a esa mujer. Con cuidado, cogió el broche y liberó el contenido de la tela de su prisión. Los senos de Ana eran grandes, erguidos y perfectos. Era un torso juvenil, de pezones rozados y pequeños entre tanta carne. Al padre Patrick se le hizo agua la boca. A la sazón del momento, no pudo evitar comparar a ambas mujeres.

– Gracias, padre –la voz de Ana y los ojos verdeazulados observándolo lo devolvieron a la realidad-. Ahora, quiero que ayude a Priscila. Párese a la altura de su cadera, por favor.

El padre así lo hizo, sometido a la voluntad de aquella pecadora.

– Ahora, quiero que ayude a Priscila –susurró Ana, con su entrepierna invadida -. Quiero que lleve su mano a la espalda de Priscila, sobre ese hermoso trasero.

El párroco no pudo resistirse a la petición de Ana. Cuando su enorme mano tocó la piel de Priscila la encontró caliente y sudorosa. Sin proponérselo, acarició la cintura y parte de la curvatura de la cadera de la rubicunda hembra.

– Muy bien… Yo sabía que necesitábamos un poco de estímulo para reanimar a Priscila –anunció Ana, mordiéndose el labio inferior-. Mire como se ha puesto con su contacto. Mire como se come hambrienta mi coño… por dios… lo hace muy bien, padre.

Era verdad. Priscila parecía querer devorar el coño de Ana. Lo besaba, lo chupaba, lo absorbía. Sus dedos jugueteaban con su clítoris, bajando y subiendo por sus labios mojados.

– Ahora, padre Patrick -pidió Ana-, quiero que lleve sus dedos a la entrepierna de su hermosa asistente. Hágalo acariciando su trasero, lentamente. Quiero poder sentir a través de la lengua de Priscila el placer que usted le da.

Los dedos del cura, posados en la cadera, así lo hicieron. Como si tuvieran vida propia acariciaron el glúteo de su asistente. Su mano se arrastró vil y sensualmente por la anatomía de su parroquiana hasta llegar al coño de Priscila. El movimiento arrancó primero un gemido de Priscila y luego una respuesta en Ana, que curvó la espalda.

– Juegue con su clítoris, por favor –fue el mandato de Ana.

La mano del cura se puso a trabajar, empapándose de los flujos de Priscila.

– Y ahora, penétrela con los dedos, padre –ordenó Ana, sus ojos claros eran pura lujuria y malicia.

El padre sintió como sus dedos penetraban a la mujer que era su mano derecha en la iglesia. La humedad le cubrió los dedos mientras se adentraba en el coño de Priscila, arrancándole un gemido y luego otro.

“Dios… que hermosas mujeres. Quiero hacerlas mías”, pensó el cura.

De pronto, el padre Patrick llevó su mano libre a la entrepierna y acomodó su pene. Sintió de inmediato la necesidad de masajear su sexo, acariciarlo sobre el pantalón mientras observaba el cuerpo desnudo de Priscila mientras sus dedos se adentraban en su sexo.

– ¿Quiere saber qué pasó con Cecilia, padre? –preguntó Ana.

– Si –contestó el padre, sus ojos negros mostraban un brillo febril.

Ana se levantó, dejando a Priscila arrodillada boca abajo, con el cuerpo inclinado mientras exponía la cola para que los dedos del padre Patrick siguieran penetrándola. La abogada se acercó lentamente al cura, por el otro lado del cuerpo de Priscila. Desde el otro lado de la cadera, Ana también empezó a acariciar con sus dedos la intimidad de la rubia. Ahí, sobre el coño de la rubia, los rechonchos dedos del cura y los estilizados dedos de Ana se tocaran por primera vez.

El padre Patrick podía sentir los gemidos de la rubia mientras él y Ana la acariciaban. Priscila estaba muy mojada y en un momento empezó a temblar hasta que su cuerpo cayó hacia un lado. La abogada sonrió, satisfecha de su labor.

– Estaba muerta de placer en manos de Cecilia –continuó, inclinándose nuevamente sobre el cuerpo de Priscila para dar pequeños besos sobre aquel hermoso cuerpo-. Llevaba un rato besándola, lamiendo sus senos, atendiendo su coño y entregándome a Cecilia cuando sentí un ruido en la puerta, a mi espalda. Entonces, vi a un hombre entrar en la habitación. Un hombre de más de cincuenta años, calvo y vestido en un traje de etiqueta. Aquel hombre era el esposo de Cecilia.

El cura Patrick quedó paralizado frente al cambio de los acontecimientos en la historia de Ana, su mano sobre el pantalón podía sentir el palpitar de su erecto pene. La abogada se inclinó en la cama, exponiendo su hermoso y escultural trasero a menos de un metro. Así lo había encontrado el desconocido en su historia.

– Estaba inmóvil, incapaz de reaccionar –continuó a Ana, llevando sus dedos a su sexo y acariciándolo-. Los pasos del hombre cruzaron la habitación hasta quedar cerca de la cama. Era incapaz de mirarlo a la cara. Observé a Cecilia, en su rostro no había culpa ni sorpresa. Sólo una sonrisa lasciva, descarada.

“Bienvenido, querido. Feliz Aniversario. Te tengo una sorpresa”, dijo Cecilia, indiferente a mi presencia.

“Así lo veo”, la voz del hombre era ronca y serena.

“Te dije que era una putita, pero no me creíste ¿No debiste apostar contra tu esposa?”, dijo Cecilia.

– Ellos me ignoraban –relató Ana, con los dedos hundiéndose en su propio sexo y Priscila recostado a su lado-. Mi cuerpo estaba desnudo entre ellos y me ignoraban.

“Así es… no creí que fuera posible que la sedujeras”, contestó el desconocido.

– El marido de Cecilia acarició mis glúteos –contó Ana, que parecía excitarse mientras se masturbaba y recordaba-. Rozó mi sexo y continuó hablando con su mujer.

“Tendrás que preocuparte de los asuntos de los chicos y de la casa por un mes”, dijo con frivolidad Cecilia.

“Así es”, fue toda la respuesta de su marido mientras sus manos recorrían mi espalda y mis glúteos.

“¿Te gusta la chica? ¿Quieres que te la preste un rato?”, le preguntó Cecilia.

“Si, me gusta… La quiero”, dijo él.

“Entonces, tómala, amor”, respondió Cecilia, entregándome a su marido como un objeto sin importancia.

– Se imagina, padre –La voz de Ana era agitada, sus dedos estaban cada vez más adentro de su sexo. Priscila se arrodilló al lado, observando-. Sentí que el hombre se sacaba la ropa y se subía a la cama, atrás mío. Cecilia me ordenó que le continuara comiendo el coño y así lo hice. Estaba excitada, nunca había participado en un trío. No hasta ese momento.

– Sentí la presencia del hombre entre mis piernas –la chica del BMW llevaba sus dedos más adentro de su sexo-, su pene rozó mis glúteos y mi entrepierna. Entonces, me penetró y aquello me impulsó a volver a lamer y besar el clítoris de Cecilia. Estaba en otro mundo, sumisa. Dispuesta al placer, como ahora.

La sensual abogada tenía los dedos entrando y saliendo de su sexo, el padre la observaba paralizado, sintiendo su verga erecta dolorosamente presionar contra el pantalón. Fue entonces, que sintió una mano intrusa en el pantalón. Era Priscila, que sin mediar palabra, desabrochó el pantalón y sacó el pene del padre Patrick de su prisión. Era una verga grande y gruesa, dispuesta a la acción.

– Basta de juegos, padre –la mirada de Priscila era de determinación cuando sacudió el pene en su mano-. Déjeme ayudarlo, sólo un poco.

La rubia asistente se sentó en la orilla de la cama y se inclinó sobre el cuerpo del cura para comenzar la mamada ayudada de una mano. La lujuria del párroco despertó del estado latente en que se encontraba. El padre Patrick llevó las manos a los senos de Priscila y los apretó con fervor insano.

– Así me gusta, padre –la voz de Priscila era la de una mujer pérfida, dándose tiempo para hablar mientras metía el descomunal pene en su pequeña boca-. Estire mis pezones… así.

– Dios… eres una perra, Priscila… -dijo el padre. Mientras miraba el tentador culo de Ana.

– Si… soy una puta, padre… su putita… me encanta su verga –Priscila parecía otra persona bajo la barriga del cura, haciendo suyo aquel masculino trozo de músculos y venas.

Ana estaba muy excitada para entender bien que pasaba. Sus ojos turquesas parecían prendidos en la magnífica verga que de la nada había aparecido. La deseaba y eso hacía que buscara su clítoris con sus dedos, sin sutilezas. Era una caricia salvaje.

El padre Patrick comprendió que aquella dominante mujer, la hermosa y curvilínea dueña del BMW, estaba finalmente a su alcance. Su lujuria la dominaba. Había llegado la hora del “castigo”. Apartó a Priscila, subió a la cama y tomó a Ana de las caderas, acariciando ese prodigioso cuerpo. Agasajándose con la piel en su palma, subiendo hasta un firme seno y apretándolo fuerte. Tomó un pezón y lo estiró, arrancando gemidos de aquella diablesa con forma de mujer. Acarició el sexo de Ana, tocando el depilado coño y repasando el clítoris con el pulgar. La humedad y el calor que encontró eran una invitación que no podía rechazar. Entonces, el cura bajó el calzón blanco hasta los muslos, guió su pene entre los pliegues de aquel lugar pecaminoso y la penetró.

Ana Bauman lanzó un grito ante la bestial estocada, incapaz de abarcar toda aquella alimaña en la entrepierna. El dolor se extendió por su cuerpo, pero también un calor que le nubló la vista. El padre Patrick sintió que su verga era apretada en toda su extensión. La sensación fue deliciosa, triunfal. Entonces, retrocedió y embistió de nuevo el desnudo coño de Ana, penetrándola una y otra vez.

La abogada gemía, gritaba y se quejaba contra las sábanas de la cama, pero mantenía la posición inclinada y sumisa, con la cola a completa disposición del cura Patrick. Ana estaba caliente, el sacerdote era cada vez más salvajemente en sus movimientos, pero la escultural trigueña parecía acostumbrarse al tamaño del “artefacto” del cura y los gemidos ya eran de placer más que de dolor.

El padre notó a Priscila a su lado, observándolo y la atrajo hacia él. La tomó de la cintura y la besó, perdiéndose en un apasionado encuentro de sus lenguas mientras Priscila se afirmaba de sus hombros. Así, continuó follando a Ana y disfrutando en lo posible del cuerpo de Priscila, cuyos pechos eran manjar de los labios del párroco. Poco después, al cura se le ocurrió cambiar de posición y ordenó a Ana colocarse boca arriba sobre la cama.

– Abre las piernas –ordenó el cura.

La hermosa abogada parecía entregada al cambio de roles.

– Priscila cómele el coño a esta puta –anunció a su asistente.

Priscila así lo hizo. Enterró su rostro en la entrepierna de la preciosa abogada. En tanto, el voluminoso cuerpo del padre Patrick se acercó a la cara de ángulos y pómulos perfectos de Ana.

– Chúpame la verga, perra –fueron las palabras sin derecho a réplica del cura, mientras depositaba aquella enorme verga sobre el angelical rostro de ojos turquesas y labios carnosos de Ana.

Ana, con la respiración agitada por las caricias de Priscila en su clítoris, estiró el esbelto cuello y puso sus carnosos y sensuales labios sobre la monstruosa verga del cura. Recorrió la piel cubierta de venas con labios entreabiertos, aspirando el aroma a sexo y orina de aquel hombre. Incapaz de detenerse, abrió la sensual boca y probó el sabor de aquel sexo que no era el de su esposo. Una oscura lujuria se desencadenó. Tomó la verga con una mano y llevó el pene por su cara, por sus labios, por su mentón. Se lo metió a la boca un momento y lo saboreó con la lengua. Era grande, muy grande. Llevó el pene hasta uno de sus pezones, estirándose en la cama. Tomó uno de sus senos con su mano y lo apretó contra aquel monstruoso pene. Estaba divertida con ese juego cuando escuchó al cura hablar de nuevo.

– He dicho que me chupes la verga, puta –fueron las crudas palabras del párroco.

Ana, la sumisa, obedeció. Empezó a chupar con fervor la verga del padre Patrick, como se le había ordenado. Podía sentir la lengua de Priscila en su sexo y las manos del cura sobre sus senos y sus glúteos.

– Así. Muy bien, Señora Ana… muy bien… -decía el cura-. Es usted una experta… nunca pensé que alguien pudiera llevar tan adentro mi pene. Es usted, una verdadera puta, Señora Ana.

Ana retrocedió, casi sin aire. Pero sólo para aprovechar de lamer el pene mientras respiraba agitada.

– ¿Cuál es el apellido de su esposo, Señora Ana? –preguntó el sacerdote mientras la verga del cura se meneaba frente a la carnosa y sensual boca.

– Moro… Tomás Moro –contestó Ana, mientras la curvilínea trigueña de ojos claros lamía la punta del glande.

– Señora Moro, debo decir que Usted lo hace estupendo… es usted una puta divina –dijo el cura, acariciando el rostro y cabello de Ana, impulsándola a renovar la lasciva labor sobre su pene.

– Dios, no puede hacerme esto –pidió Ana, con el monstruoso pene entre los carnosos labios.

– Claro que puedo, Señora Moro y usted también puede hacerlo –anunció el cura, estirando un pezón.

Ana, con excitación renovada por las palabras del cura, se metió otra vez aquella grotesca verga. Priscila había dejado de darle placer y ahora se encontraba a su lado, tratando de disputar aquella verga. Ahora, las dos mujeres besaban, lamían y chupaban alternativamente el pene del cura. Sus labios y leguas fundiéndose pecaminosamente sobre el monstruoso aparato del padre Patrick. Aquello excitó al pervertido sacerdote.

– Así me gusta, putitas –les dijo mientras observaba encontrar sus lenguas en la punta de su pene-. Bésense… chúpemela, Señora Moro. Vamos, Priscila… no te quedes atrás.

Era excitante, pero luego de un rato se obligó a apartarse de ambas mujeres.

Indicó a Ana que había llegado la hora de recibirlo nuevamente. La lujuriosa mujer del BMW se dejó caer sobre su espalda y recogió sus piernas hacia los lados, abriéndose tentadoramente. La prenda blanca y las medias negras se habían perdido en algún momento y sólo el elegante calzado de tacón altísimo adornaba su cuerpo. El resto sólo era la más magnífica desnudez.

El padre Patrick se desnudó también, su cuerpo alto y voluminoso distaba mucho de la belleza de sus acompañantes. La lasitud de las carnes hacía juego con la barriga, la breve papada y el trasero pequeño. El rostro, habitualmente pálido, estaba rojo y la melena y barba de color castaño oscura salpicada de canas parecía más oscura, casi negra por el sudor. Así, el pervertido cura se aproximó a la infiel mujer. Ana lo esperaba con las piernas muy abiertas, en un contraste morboso y perverso.

El cura se echó sobre el vientre plano de Ana. Repasó con la verga el mojado coño sin lograr penetrarla al primer intento. Sólo la lujuria unía el juvenil y angelical cuerpo de Ana con aquel desproporcionado cincuentón de barriga prominente y tosco aspecto. Sin embargo, cuando aquella enorme verga entró en Ana, el padre Patrick supo que ella le pertenecía. El cuerpo y la mente del cura parecían fundirse con el mismo paraíso, entregándole un calor y un placer que irradiaba desde su pene hasta cada célula de su cuerpo.

Los labios finos del cura buscaron la turgencia de los labios de aquella hermosa mujer, Ana se fundió en un beso de pasión insana. Aquel era el primer beso entre los amantes y al pervertido párroco le supo a gloria divina. Embistió una y otra vez contra la pelvis de la muchacha mientras sus bocas se unían, mientras lamía aquellos senos grandes de pezones erguidos, mientras le susurraba palabras al oído y ella lo atraía a su femenino cuerpo pidiendo más.

– Fólleme, padre… más… por dios, quiero más… -la escuchaba el párroco casi sin aliento en su oído-. Que verga… mmmmmnnnnnnhhhh…. Más… padre, por favor… más.

– Ha sido una mala esposa, Señora Moro… ahora debe pagar… -le decía el cura, pervirtiendo el acto de la expiación mientras continuaba penetrándola.

– Si, he sido una mala esposa… una pervertida… ah… dios… soy una perra infiel… una puta… mmmmnnnnnhhhhh… soy su puta, padrecita… suya… aaaahhhhhh… -respondía Ana, disfrutando de la lengua y los labios del cura sobre sus senos.

– Si… eres una puta que vive de las apariencias… una mujerzuela… vamos puta… demuéstrame la puta infiel que es, Señora Moro -dijo el cura, incorporándose entre las piernas de Ana sin dejar de penetrarla.

– Priscila, ven acá –llamó a la rubia el cura-. Señora Moro, quiero que le coma el coño a Priscila… Priscila, coloca tu coño sobre Ana, hazlo mirándome. Así, quiero verte.

Mientras el padre continuaba follando a Ana, extendida en la cama con las largas piernas alrededor de la gruesa cintura del cura, Priscila colocó su entrepierna al alcance de la boca de la sensual abogada, que empezó a lamer el coño de la rubia. Priscila, que sabía muy bien lo que hacía, en esa posición de frente al cura se inclinó para lamer la verga del pervertido sacerdote o el clítoris de Ana. Aquello, fue más de lo que pudo resistir la trigueña abogada, que tuvo su primer orgasmo. Fue largo y le nubló la vista. Pero le siguieron otros más. Aquello era una locura.

– Dios… aaaaaahhhhhh…. Mmmmmnnnnnnnnhhhggg… me corro, padre… me corro… -gritó con un último aliento la hermosa abogado.

Ana ya no tenía fuerzas, dejó que el cura continuara sobre ella hasta que en algún momento éste se corrió sobre su pelvis y abdomen. Lejos, de amedrentarse, el cura seguía caliente. De inmediato, llamó a Priscila a su lado. Sin esperar, empezó a follarse a su guapa asistente. La Rubia y el cura parecían dos adolescentes incapaces de suprimir su deseo. Ana los observó sin fuerza a su lado.

– Al final, de aquella noche –Ana continuó su historia mientras veía follar al padre y Priscila-. Fui usada por Cecilia y su esposo. Aquella había sido mi primera experiencia con una mujer y mi primer trío. Lo disfruté totalmente, sin embargo, cuando me dejaron ir cerca del amanecer tuve que lidiar con las consecuencias y la culpa.

El padre Patrick le comía las grandes y blancas tetas a Priscila, ella a su vez saltaba sobre la enorme verga. Era una imagen poderosa para los sentidos. Mientras limpiaba el semen del cura de su abdomen, Ana continuó su relato, a pesar que no sabía si le escuchaban.

– Como aquella vez, cada vez que volví a ser infiel he sentido la culpa corroyendo mi interior. Pero a la vez reafirmaba con cada infidelidad aquella lujuriosa emoción, aceptándola. A veces quisiera ser la muchacha inocente y fiel de hace años, pero sé que eso no es imposible. Mi cuerpo me pide placer. Soy una mujer extraña ¿no?

No hubo respuesta. Los gemidos de Priscila y las palabras soeces del cura aumentaban en la habitación. Ana observó su cuerpo desnudo. El recuerdo de lo que había dejado atrás le trajo cierta tristeza. No obstante, la escena sexual a su lado borraba todos aquellos pensamientos. Sin notarlo, volvió a excitarse. Ana se sentía cansada, pero la urgencia de su bajo vientre empezaba a crecer y era un llamado al que no podía faltar.

Se escabulló al baño y aspiró cocaína. Se observó al espejo. Se sintió hermosa. La chica se transformó de inmediato en la diablesa sedienta de lujuria. Ana estaba lista para unirse al padre y su amante nuevamente. Estaba lista para fundirse en un delicioso sexo infiel y profano. Sin pensar, volvió a la habitación.

– Ven aquí, preciosa putita –escuchó decir al cura.

Ana sonrió y dejó que las manos del cura la llevaran a la cama. Ya no había vuelta atrás, ni en aquel momento ni en su vida. Aquella confesión que le arrancó el cura duró horas, pero cuando se marcho se sintió satisfecha. Cuando marchaba en su BMW a casa, con su marido, se sentía por algún motivo relajada y en paz.

Quizás por eso, en el futuro, cuando Ana sentía que la culpa o el remordimiento la embargaban, pensaba en aquella iglesia. Entonces, conducía su BMW negro a aquel lugar. Buscando la salvación carnal en manos de un bonachón cura y su guapa asistente.

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