La madre Sanae, relación maternal difícil de parar

Soy Sanae, la madre Sanae, algunos ya me conocerán, (aunque me siguen llamando por muchos nombres: Hito, Menea, etc..); soy la inconcebible madre que hace cosas que avergonzarían a muchas mujeres. Pero qué le vamos a hacer. Soy madre de un hijo y mujer de un marido.
Agraciada por naturaleza di a luz a Shun, el sol que ilumina mi cocina cada mañana. Su padre, Nagasone Rocamora, es medio japonés y medio samoano, y ahora mismo no se encuentra en casa. Sus quehaceres laborales le han empujado a la remota isla de Inglaterra, y ahí hace sus negocios. Nosotros vivimos en Samoa, antigua colonia de los ingleses, y ahora somos independientes, y estamos en las bellas islas paradisíacas de la Polinesia. Cerca de Australia para entendernos. Las enciclopedias explican tan mal, que no me enteré hasta que yo misma lo busqué. Estamos en las antípodas de casi todos los lugares. Y yo, una ama de casa que no llega a los 50 años todavía, preparo del desayuno a mi hambriento y jovenzuelo niñato de secundaria.

-Hola, ¿mamá está ya el desayuno?- me pregunta con el desaforo y atropello con el que los adolescentes suelen actuar. Es el impulso de la juventud más temeraria y valiente que pueda existir jamás.
-Sí, no desesperes hijo, ya lo tengo casi preparado- le digo de espaldas a él, terminando de poner el café con cafeína (porque ya es mayorcito) y unas tostadas que se rechupará los dedos.
– Ya lo sé mamá, pero tú sabes que estoy hambriento de otra cosa…

En ese instante unas manos impetuosas y decididas me agarran por la cintura como si fuéramos a arrancar con la moto, con la diferencia de que soy la madre y de que estamos en la cocina, y no hay ninguna moto.
En ese momento, me viene el recuerdo de lo que hemos hecho la otra noche. De su cura maternal, de su problema peneal, de ese zumbido cerebral que lo tenía apesadumbrado y fastidiado, mi pobrecito hijo. Ahora ya sin novia, y con madre, quería revivir lo de la noche anterior. Yo sabía que no debía haber hecho eso, lo hice por su bien, pero ahora él quería más y más.

-Lo de anoche fue una excepción, tenía que curarte, y no se puede volver a repetir- le dije para que lo entendiera mejor.

Pero cuando la llamada del sexo entra en la mente de un adolescente, la razón salta por la ventana; y para decirlo mucho más gráfico e ilustrativo: cuando el sexo entra en la cabina, el piloto ya está intoxicado de pescado, y ese avión lo comanda un muñeco hinchable. Y ese muñeco era el de mi hijo. El hinchado.

Me agarra de nuevo por detrás, y de nuevo quiere extraerme los senos grandes que tantas veces su padre disfrutó, y ahora él quiere hacerlo en soledad. Esos pezones que lo alimentaron y lo vieron crecer, ahora son objeto de deseo y pasto de sus fuertes dedos y su anhelante y codiciosa lengua mojada.

Me avergüenzo de hablar así, sí, así es, realmente me ruborizo, me confundo y me pongo de mil colores cuando sé y gozo de todo esto. El sonrojo y el sofoco provocan de nuevo en mí, la misma excitación que sufrí la noche anterior. Al curarle su malestar sexual, al ver su inmenso pene endurecido, su paquete express. Ahora él está loco por mí, por mis senos:

-No sigas por ahí, no toques mis senos, ya sabes lo que pasa- le dije con el tono más bajo que un niño pillado en una travesura inocente.

-Qué pasa? no puedo?- él seguía y seguía, yo no quería, pero era mentira. Quería que siguiera hasta el final. Me extrajo las tetas de su sitio, cayeron por su peso, sus órbitas se expandieron, las de sus ojos; y su bulto bajo la bragueta creció y creció como lo hacen las palomitas con el calor. Me subió la falda, me desnudó por completo, estaba mojada más que el hocico de un perrito faldero. La perrita era yo, la falda no estaba, y mi American Stanford, mi semental, era y es mi hijo. Mi vagina empieza a gotear.

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