Hacía un poco menos de un año que Diego y yo éramos novios, conociéndonos en el instituto pese a que él era de un curso superior al mío. Tenía diecisiete, un año más que yo, y era el típico que daba el aspecto de ser bajito al ser muy anchote de espalda. Llamaba mucho la atención porque, además de su constitución fuerte, era de los pocos que ya se podía permitir dejarse un poco de barba, lo que hacía que uno se fijase todavía más en sus ojazos castaños claros. Por lo demás, fue cuestión de días que comenzásemos hablar en los recreos y nos volviésemos novios sin que nunca tuviésemos que decirle al otro que era gay.