Qué gran diferencia con y sin ropa. Y no se ve, hasta que se ve. La diferencia es evidente solo decirlo, pero la realidad supera a la ficción. Y es que una imagen vale más que mil palabras. Excepto cuando te avisan por detrás con un «cuidado!» de un jabalí que viene hacia ti. Jabalí por decir algo, ahí sí tiene valor la palabra.
A Jonatan, un amigo mío, con un aviso de palabra le salvaron la vida. El coche que iba a embestirle no le pilló, se giró a tiempo.
Rosa la panadera se mostró aquella tarde ante su marido, con ropa y vestida con su jersey de punto morado y unos vaqueros azul marino ajustados.
-Dime si cambio sin ropa.- se dio media vuelta y Rosa se metió en su habitación a toda prisa.
– Será, ahora me cambio de ropa- pensó su marido.
Se habrá equivocado de palabras. El marido sentado en su sillón preferido, el único que tiene, y con esa parsimonia y lentitud del que lo tiene todo hecho, se quedó atónito ante tal pregunta, o afirmación, ya que la había visto desnuda muchas veces. Quería que viera el cambio, ¿qué tendría de extraordinario?.
-Vale, aquí te espero.
Le dijo a su mujer, con esa dejadez que suele mostrar el que ya tiene por costumbre algo. Y qué mala es la costumbre cuando se hace por norma, que te induce a errores encomiables e increíbles. Como ése que va al trabajo con el coche cada día, y el domingo también va para el trabajo. Por error.
-Qué?, cómo estoy?- le dijo tan decidida, y con ese toque aniñado que ciertas madurazas tienen. A pesar de ser todas unas mujeronas.
Apuntado y enfocado por los dos cañones del Colorado, y aun teniendo por sabido que un marido tiene más vista a la mujer que el tebeo de Sacarino; una estatua de hormigón era un breakdancer a su lado, más parado y estático, que un monolito. Tengo un amigo que se llama igual.
-Qué?, no dices nada!?, ¿se te ha comido la lengua el gato o qué?-le dijo ella, plantada y de pie y como vino al mundo.
La lengua no, se había comido sus palabras, su dejadez, su costumbre y su indiferencia conyugal; y Rosa, su mujer, presentaba los dos senos más abultados que jamás se habían visto. Las había observado y tocado mil veces, las tetas, pero esa tarde su mujer le había dado una lección. Había jugado con sus sentidos.
Además, se había quitado su pantalón azul, se presentaba a coño abierto y depilado, y su entrepierna se había transformado en el chocho de una barbie. Con menos pelos que el sobaco de un maniquí y más morboso que el coño de una monja a media tarde, su morbo era más que notable. El contraste de ese par de tetones en contraposición con su gesto aniñado y acaramelado, la hacían incluso más imponente; y con el coño depilado para la ocasión, su presencia era todo un bombón.
-Te queda muy bien el jersey.-dijo sin pensarlo.
Y ya no pudo decir nada más. Le quedaba muy bien el jersey. Sí, el de piel con tetas.
La imagen había arrollado todo. Lo había hecho pedazos, añicos, todo un rompecabezas sin acabar. Una imagen vale más que mil palabras, dos tetas más que tres carretas y desnuda mejor que ninguna.
Nunca conocí a mi amiga a pesar de haber estado veinte años con ella, porque nunca la vi en pelotas.
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