Maduras en la cocina

Siempre me atrajo mi amiga Sandra, sobre todo cuando la miraba cocinar. Ella es lógicamente mayor que yo, y es amiga de mi madre. Cuando de pequeño íbamos a su casa, siempre me quedaba embobado viéndola cocinar.
Ella, ajena a mis pensamientos más profundos de niñato engreído, me hablaba de sus cosas y de las de su hijo, Sandro, mi amigo.
-Quique, te estoy hablando, me oyes?

Me decía mientras yo, apoyado en el quicio de la puerta de la cocina, veía cómo revoloteaba la jovial pero madura madre de mi amigo. Sí. Su esencia de mujer, carita de ángel y cuerpo juvenil con olor a fresa hacían de mí, un barco a la deriva, un avión sin piloto, un coche de alta gama. Un buque sin pirata.

Sí, no podía escuchar ni oír sus palabras a media mañana, con el calor de los fogones y su ardiente contoneo de cintura. Preparando la comida a su hijo y a toda su familia, y yo, yo…. no podía percibir nada. Absolutamente nada de lo que ella me relataba. No me interesaba. No me importaba. Estábamos los dos solos, nos distanciaba la edad, pero nos unía la soledad. La percibía solitaria, en busca compañía. Y ahí estaba yo, para soportar su peso de mujer.

Solamente veía una mujer especialmente atractiva, y radiantemente provocadora sin ella saberlo. Un tsunami de sensaciones recorrían mi joven cuerpo, un torbellino de hormonas me inundaban de placer, y una tontería abismal se apoderaba de mí. Lo que se llama un mongólico juvenil.
-Quiero que seas mía- me repetía una y otra vez en silencio, con el crepiteo de fondo, del aceite hirviendo a toda castaña.

Era un adolescente atrapado en las redes de lo que posteriormente conocería como uno de los dos grandes motores del mundo: el sexo.

Seguirá….

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