La señora probó los juguetes del sex shop

Se había levantado pronto ese sábado y no tenía ganas de salir a la calle. Hacía algo de frío y los quehaceres, que eran los básicos, podían esperar. Preparando un café bien caliente merodeaba por la cocina en busca de algo para acompañarlo, para mojar y comer, pero lo justo.
Al final se decide por unas simples galletas doradas, de una marca desconocida, «éstas nunca fallan», pensó. Le gustaba su sabor y su textura, engordadas y sabrosas, las prefiere a las otras. «que son para perros», piensa, mientras las come de dos en dos.
Aún con el camisón y a medio café, está entrando en calor y poco a poco y se despierta de la dormidera nocturna. Y cuando menos lo espera, ella se despereza por completo. Y abre los ojos. Sus ganas de algo caliente se están saciando y ahora el calor, se transfiere a otra parte del cuerpo.

-Es como si el café bajara por dentro de mí, hasta abajo- meditaba, mientras degustaba la última galleta que ella misma, decidiría que así fuera.

Se volvió a la cama, cálida por el café y por la temperatura de la calefacción que la había subido a 23 grados. Algo superior a lo que marcan los consejos caseros en termostatos y calderas.

-Quiero jugar un poco.

Le dijo a su compañero de piso que estaba en su cama. Desde hacía dos meses había alquilado una habitación de su piso. Él era un joven venido de fuera, en busca de un refugio y habitación para descansar entre jornada y jornada. Dedicado a los transportes de grandes mercancías ese sábado tenía fiesta. De vez en cuando ella le invitaba a su cama.
El pacto era cada uno en su habitación, como en todos los pisos compartidos. Pero la intención de ella, al alquilar la habitación a un extraño, no era ésa. Su deseo era doble: recaudar el alquiler y cobrarse un extra por el refugio.

-¿Otra vez?, estoy cansado- le dijo él, sin ganas y con sueño tras toda la semana laboral.
-Ven aquí, acércate, que estoy caliente y necesito probar mis juguetes.

No era la primera vez que se metía en su cama. Con cierta desgana entraba al trapo, al juego de los caprichos de la señora. Él era más joven, ella no era su tipo, y no le interesaba; a pesar de ser una calentorra de cuidado. La señora tenía juguetes sexuales, de sex shop; juguetitos que muy pronto probaría y él, de forma solícita y entregada, haría los favores que ella pedía.

-Sí, así, métemelos, tengo de todos los colores. Quiero probarlos, ¿ves lo mojada que ya estoy?
-Sí, sí, bastante-le contestó él-¿éste?- le indicó uno grande y negro.
-Sí, ese negro, métemelo, pero poco a poco

Ella indicaba cómo quería probarlo y usarlo, y él tan solo hizo lo que ella mandaba. Disfrutaba y se rebozaba y retorcía en la cama, de gusto. Sus labios vaginales se mojaban cada vez mas, brillaban con la tenue luz matutina que entraba por la habitación. Y ella facilitaba más el mete y saca de su compañero de habitación, cada vez que ese vibrador negro grande entraba más profundo, se oía un quejido de dolor y placer; de gusto al amanecer. Ese dildo grande y grueso, en forma de polla de negro, entraba más y más.

-Así, dame más, y más fuerte, no te cortes.

Ella le pedía ahora más caña y él, desconcertado por este cambio de actitud, hizo lo que escuchó.

-¿Así te gusta?-metía y sacaba hasta el glande del vibrador, sin extraerlo del todo, no se fuera a quejar la señora.
-Así, sí, dame, dame más. Lo necesito. Mi coño me arde y me pica. Sofoca este calor que llevo dentro y apaga el fuego de una mujer que no puede ni hablar.

-Joder pues para no hablar- se quedó el joven transportista sorprendido, ante tal extensa perorata y sermón encendido.

Él miraba a la mujer, porque tampoco la conocía muy bien, tan solo eran dos meses lo que llevaba ahí. La veía retorcerse, sus tetas grandes se mecían como flanes de restaurante, y sus pezones se hinchaban por momentos. Por no hablar de las caras de placer que ella ponía, de los gemidos y de un olor vaginal que él mismo podía denotar y comprobar. Inundaba toda la habitación. Habitación que olía a sexo puro de mujer en celo.

-Parece que le gusta, ¿así..?- él preguntó esta vez.

Pero ella no contestaba ya. Después del sermón del cual, él se había quejado antes, ahora la mujer se calló y gozó. Casi le daba igual quién le metiera sus juguetes. Solo se quería dar placer. El instrumento real era el joven obrero y no el juguete de plástico. Ella solo se quería dar placer e hizo todo lo posible, para lograrlo.