Sanae seguía enseñando a su hijo, caído en desgracia después de que su novia le hubiera rechazado. Su problema era evidente, su madre lo veía de cerca y ella creía poder ayudarlo. Acomplejado por no poder satisfacer a su novia, enrabietado por no darle el placer que se merecía, se sentía abandonado y humillado.
Su madre Sanae, después de una ducha placentera, después de mirarse en el espejo y creer que estaba gordita para su hijo, supo que lo podría ayudar. Ella quería que su querido hijo estuviera mejor, pero a eso se le sumaba, sus ganas, por qué no decirlo: de polla, de una buena polla.
La madre Sane pone al hijo el condón, con devoción
El pene de su hijo había sido el problema para su novia, y para ella iba a ser su salvación. Al verlo aquejado y plomizo, sentado en su cama de habitación, mirándose su pene endurecido, crecido y ver que no se podía hacer nada, su solícita madre pensaba en lo mejor.
Ella no lo podía remediar y se calentaba viendo tamaño, tamaño de pene. Grande, venoso, saliente, rojizo y encima filial. La polla que hace 18 años había salido de su raja, ahora se había convertido en el mástil y bandera que le (la) haría ver las estrellas.
Ella tetona, voluptuosa, caliente, de coño negro, el de toda la vida, peludo y oloroso; iba a abrirse para su primogénito, para su pequeñito del alma: ella iba a ser mujer por primera vez.
Le iba a enseñar a usar un preservativo, un condón o profiláctico, que viene a ser lo que le puso de forma cuidadosa sobre su glande y capullo. No le cabía, faltaba plástico para recorrer todo el camino del tronco peneal del hijo. Ella mientras lo ajustaba, se calentaba, lo ponía de rodillas en la cama, con las tetas desnudas y su colita recogida entre sus muslos. Su calor aumentaba a medida que notaba que cada fallo al poner el condón, significaba una micra más de erección, de su pequeño campeón.